La cocinera mexicana Raquel Torres Cerdán aprendió a guisar en los fogones de la comunidad indígena más recóndita del oriental estado de Veracruz, donde cada sazón tiene detrás una historia personal y comunitaria.
“La comida indígena es el contacto con la tierra y la sencillez”, dice Raquel (Xalapa, 1948) en una entrevista con Efe.
Durante más de tres décadas, esta mujer de piel morena y trato sencillo ha recorrido las siete zonas indígenas más importantes de montaña y costa de Veracruz, una región del Golfo de México, para conocer las raíces de la comida autóctona.
“El sazón de la comida indígena es la historia personal de quien cocina, la historia de su comunidad y de su entorno”, explica la antropóloga de 70 años, quien dedica su vida a preservar las recetas de los pueblos mesoamericanos y a transmitirlas en talleres.
Al lado de diez grupos originarios que habitan grandes extensiones territoriales, conoció los mejores platos autóctonos, como las gorditas de yerbabuena con atole de maíz morado de los otomíes de la región de la Huasteca; los frijoles con quelites y el atole de jobo de los náhuals de la zona montañosa; y los frijoles con ajonjolí y los tamales al comal y al vapor de los tenek.
Los totonacas le enseñaron el zacahuilt de olla (tamal tradicional de la Huasteca); los náhuals del sur, los mariscos en masa con achiote, el cangrejo y tortugas en mole verde con acuyo, y de los zapotecas aprendió los totopos (tortilla seca) y mariscos salados en adobos preparados con chiles de distintas variedades.
Torres entendió el significado cultural, familiar y personal de los alimentos, que la han convertido en un referente de las técnicas e ingredientes tradicionales, así como de su conservación y promoción.
La cocina prehispánica “es perfecta porque resume historia, cultura, tradición, pasiones, sentimientos y emociones”, dice esta chef que utiliza utensilios tradicionales, como molcajetes y metates, para elaborar sus platillos, en los que reinan las hierbas como el epazote, la hierbabuena y el acuyo.
“Tenemos una cocina rica, versátil, donde en cada temporada y cada cambio de estación podemos comer de manera diversa, la naturaleza nos es pródiga”, afirma.
Raquel habla con pasión de cada ingrediente utilizado en la región de las Grandes Montañas, de Totonacapan, del Istmo Veracruzano, de las Llanuras de Sotavento, de los Tuxtlas, de la Huasteca, de la Sierra de Huayacocotla y del Valle del Uxanapan.
En los lugares más recónditos, entendió que las mujeres aprovechan todo a su alrededor: las yerbas aromatizantes del patio, el maíz y frijol de cultivos, las plantas alrededor de la milpa y los animales e insectos de la tierra que habitan.
“No me gustaba cocinar, nunca aprendí a hacer ni siquiera huevos. Hoy es una moda por el impacto de los medios, pero antes no era natural y cada quien tenía que ayudar a la labor de casa”, recuerda.
Su madre, Guillermina Cerdán, dedicada de tiempo completo al hogar, jamás transmitió sus conocimientos culinarios, debido a que en el pasado la cocina daba a las mujeres “el control” familiar.
Su padre, Abel Torres García, fue un campesino que se dedicó a vender bolsas de café en la calle. También fue albañil, cantinero y mesero, pero acabó siendo el dueño del café La Parroquia en Xalapa, uno de los establecimientos turísticos más emblemáticos de Veracruz.
“Cuando entré a La Parroquia y vi a un hombre” dedicado a la cocina internacional “fue un gran descubrimiento: hay otras cocinas distintas a las de casa”, cuenta.
Dos momentos despertaron su decisión de rescatar la comida autóctona. Primero, cuando abrió su restaurante “La Churrería del Recuerdo”, y al querer ampliarlo para ofrecer comida de hace 130 años se dio cuenta que no había un solo recetario de comida “de los pobres”.
“Había muchos, pero en ninguno había comida que era la que probaba desde niña y eso me marcó. Los recetarios estaban hechos para los que sabían leer y escribir, es decir, para los ricos y yo comía comida de los pobres”, señala.
Y luego la visitó la británica Diana Kennedy, una autoridad de la cocina mexicana, reconocida por sus 9 libros en la materia, quien realizaba entrevistas con cocineras y recolectaba plantas para su huerto. “Y dije: por qué nosotros no hemos hecho eso”.
Inició sus recorridos, pero se conmovió y lloró al conocer lo que hacían en las cocinas de los pueblos y rancherías; la envolvió de terror solo pensar que se pudiera perder esa sabiduría que había pasado de generación en generación.
“Creía que sabía y me di cuenta que no era nada y me puse a llorar”, para después tomar la decisión de dar clases a fin de preservar ese conocimiento, recuerda.