El Río Grande de la Magdalena, como bautizó en 1501 el conquistador español Rodrigo de Bastidas a la principal arteria fluvial de Colombia, encanta a turistas extranjeros que llegan al país con la ilusión de vivir una experiencia única.
Esta fuente hídrica, de 1.500 kilómetros de longitud, que nace en el Páramo de las Papas, en el suroeste colombiano, y entrega sus aguas al océano Atlántico en Bocas de Ceniza, cerca de Barranquilla, hasta hace poco era navegada principalmente por pescadores dedicados a la faena diaria.
Por ello, para muchos resulta extraño enterarse de que en la época de la Colonia el río Magdalena fue la única vía de comunicación entre Santa Fe de Bogotá y la caribeña Cartagena de Indias.
De hecho, en los libros de historia se reseña que del siglo XVII al XIX eran comunes los champanes, embarcaciones de 20 metros de largo que podían transportar hasta 12 toneladas de peso, entre mercancía y pasajeros.
Estas barcas tardaban aproximadamente dos meses en hacer el recorrido entre el puerto de Honda (centro) y Barranquilla, que hoy se completa por tierra en 14 horas o en solo una si se sale en avión desde Bogotá.
Sin embargo, el Gobierno, a través del Ministerio de Comercio, Industria y Turismo y el Fondo Nacional de Turismo (Fontur), vieron en el serpenteante raudal una oportunidad para dinamizar la economía de los 11 departamentos a los que baña el Magdalena y en los que vive el 80 % de los colombianos.
Así, por ejemplo, en el municipio de Villavieja, que hace parte del departamento del Huila (sur), unas 100 personas alternan ahora la pesca de bocachico, capaz, cucha, mojarra o bagre, cinco de las 290 especies de peces que habitan el río, con la prestación de servicios turísticos.
“Lo único que sabemos hacer es pescar y a veces se pone muy duro conseguir suficientes animales para ganar 30.000 pesos diarios (unos 10 dólares), por lo que el turismo es una alternativa que nunca habíamos contemplado pero que afortunadamente nos da otra fuente de ingresos”, dijo a Efe Rolando Rojas, de 42 años.
Desde hace algunos meses al malecón del pueblo llegan principalmente extranjeros interesados en recorrer el Magdalena antes de internarse en su destino principal, el Desierto de La Tatacoa, cuya puerta de entrada es Villavieja.
Algunos abordan canoas en las que caben 10 personas, cuando todavía no salen los primeros rayos del sol, para saber lo que es ser pescador y regresan horas después con algo en las redes.
Otros prefieren vivir la experiencia entre las cinco de la tarde y las nueve de la noche “porque algo que aprenden es que no se puede pescar a cualquier hora. Hay que hacerlo cuando el pescado sale a comer”, explicó Rojas.
En el viaje los turistas conocen los pormenores del oficio y también disfrutan de un paisaje en el que, sin bien las refrescantes aguas del río son las protagonistas, hay otros atractivos inesperados.
“Durante el tour la gente queda fascinada al ver iguanas de más de metro y medio de largas extendidas en las ramas de los árboles, así como tortugas, patos, águilas y algunas babillas (caimanes) que se asolean en las playas”, indicó por su parte el orientador turístico Juan Pablo Rojas.
También se sorprenden al ver el ancho del río que en Villavieja alcanza los 130 metros pero que en otras zonas de Colombia, como Plato, en el departamento de Magdalena (norte), supera el kilómetro.
Así, el contraste del color café del agua con el verde de los frondosos árboles ribereños, el amarillo de la arena, el azul del cielo y el dorado de la piel de los lugareños crea un escenario perfecto para las fotos de los visitantes que ven en el imponente Río Grande de la Magdalena la oportunidad perfecta para ser pescador por un día.